Alan Gonzalez
Colegio Tomas Alva Edison
Continuidad de los parques
HabÃa empezado a leer la novela unos dÃas antes. La abandonó por negocios urgentes,volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a suapoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerÃas, volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón
favorito, de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capÃtulos. Su memoria retenÃa sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando lÃnea a lÃnea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguÃan al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire
del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirÃan color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restañaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no habÃa venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y
debajo latÃa la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corrÃa por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentÃa que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. NadahabÃa sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cadinstante tenÃa su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpÃa apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer. Sin mirarse ya, atados rÃgidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debÃa seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda
que llevaba a la casa. Los perros no debÃan ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estarÃa a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oÃdos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galerÃa, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en lamano, la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza
del hombre en el sillón leyendo una novela